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Malvinas

El crudo relato de una veterana de Malvinas sobre su trabajo en el ARA Almirante Irízar

Uno de los episodios más tristes de la reciente historia argentina sucedía aquel 7 de junio de 1982, cuando una joven profesional de la salud del Hospital Militar Central escuchó el anuncio que tanto estaba esperando. Mientras trabajaba salvando vidas se enteró que el Ejército Argentino estaba buscando a instrumentadoras quirúrgicas, como ella, para atender a los soldados argentinos que fueron enviados a combatir contra el Ejército Británico con el fin de recuperar las Islas Malvinas. Silvia Barrera, de entonces 23 años, no lo dudó ni un segundo, y se alistó para el viaje que marcó un antes y un después en su vida.

En exclusiva para MDZ, Silvia Barrera, reconocida Veterana de Malvinas, contó su historia, cómo fueron sus días a bordo en el rompehielos ARA Almirante Irízar, donde operó a cientos de soldados durante los últimos días de la Guerra, y cómo fue el proceso de reconocimiento de las mujeres de Malvinas tras años en el olvido. En esta primera parte de tres capítulos, conoceremos su llegada a los alrededores del campo de batalla, y cuáles fueron los momentos más difíciles que tuvo que vivir para cumplir con su deber.

El Hospital Militar Central fue -y sigue siendo- la segunda casa de Barrera por más de cuarenta años. La profesional comenzó a trabajar en el nosocomio en 1980, cuando transitaba sus veintiún años, tras haberse recibido de Instrumentadora quirúrgica en el Hospital Ramos Mejía. Hace tiempo, Silvia dejó de ejercer esa profesión, pero continúa vinculada al Hospital, siendo la encargada del Ceremonial. Es por eso que, cada vez que cuenta su historia, convoca a sus invitados a recorrer los pasillos y salas más importantes del histórico Hospital que se fundó 205 años atrás.

Silvia Barrera tenía 23 años cuando se ofreció como instrumentadora quirúrgica voluntaria durante la guerra de Malvinas. Foto: Gentileza Silvia Barrera
Dentro de la sala de situación de la Dirección General del Hospital Militar, Silvia dio rienda suelta al relato de su experiencia en Malvinas. “Nos reunieron acá a las que estábamos en ese momento, que éramos unas treinta instrumentadoras y nos preguntaron quién quería ir a Malvinas”, recordó la veterana. De las treinta mujeres, entre las cuales habían casadas y otras con hijos -motivos por los que se dieron de baja-, solo se ofrecieron como voluntarias, cinco: María Marta Lemme, María Cecilia Riccheri, Norma Etel Navarro, Susana Mazza y Silvia Barrera. Pero, como el Ejército había solicitado a diez, también se avisó al Hospital Militar de Campo de Mayo, donde María Angélica Sendes fue la única que se comprometió.

Las seis instrumentadoras voluntarias que fueron reconocidas como Veteranas de Malvinas. Foto: Gentileza Silvia Barrera
En 1982, casi el 90% de los profesionales de salud del Ejército Argentino eran hombres, puesto que se negaban a incorporar a la figura femenina. Por eso, cuando empezaron los combates, viajaron a Puerto Argentino los enfermeros, los radiólogos y los médicos bioquímicos masculinos. Pero les hacía falta una especialidad: la instrumentación quirúrgica, a la que se dedicaban, en ese entonces, únicamente las mujeres. Fue entonces que decidieron ir en búsqueda de las profesionales femeninas, con mucha urgencia, aquel frío 7 de junio.

“Después del 1 de mayo, empiezan a llegar los heridos verdaderamente múltiples por los bombardeos, por el tipo de armamento y por la cercanía con la que empiezan a pelear. Y eso hace que necesiten instrumentadoras quirúrgicas. Acá en el país no se dejaba a los hombres que estudien instrumentación quirúrgica. Entonces recién ahí recapacitan que todas éramos mujeres”, explicó Silvia y agregó: “El Ejército, que era la fuerza que más se resistía a la incorporación de la mujer, se dio cuenta, al necesitar instrumentadoras quirúrgicas, que nosotras éramos civiles”.

Dado el “sí” de las seis instrumentadoras voluntarias, desde el Ejército les avisaron que la prisa era mucha, puesto que saldrían a la madrugada del día siguiente. Así fue que las mujeres se despidieron de sus familias, quienes recibieron la noticia con mucho orgullo, y emprendieron el vuelo al sur. Antes de partir, Silvia recibió una cámara con diez rollos, por parte de su padre, retirado del Ejército, para documentar todo lo que viera en Malvinas. Y así lo hizo. Cada registro que existe es gracias a sus fotos.

El viaje hacia las Islas comenzó en la madrugada del 8 de junio, precisamente, a las 4 de la mañana. “Llegamos a Río Gallegos en un avión de línea y nadie nos estaba esperando. Había cuatro grados bajo cero”, evocó Silvia. Les dieron ropa de hombre, puesto que en el Ejército no había mujeres, y de talles muy grandes que les imposibilitaban trabajar con comodidad. En las fotos, se las puede ver con las mangas remangadas y los borceguíes gigantes que utilizaban con varios pares de media en el interior para no caerse. “Yo me había caído. Tengo (en la foto) la mano vendada; me había hecho un esguince y me tuve que sacar la venda para poder trabajar, porque si no, no podía”, confesó con crudeza.

Al inicio de la guerra, Inglaterra ya había declarado cuatro buques hospitales para socorrer a sus soldados, mientras que la Argentina solamente había declarado al Bahía Paraíso en mayo y al Irízar en los primeros días de junio. “Por eso nos pasan a buscar a nosotras por Río Gallegos, recién el 8 de junio; fue el primer viaje que hizo el Irízar este como buque hospital”, señaló la mujer, agregando: “Nosotros llegamos a Puerto Argentino el día 9 y estuvimos hasta el día 18 de junio. Pasamos allá el día 14, que fue el día del cese del fuego, y estuvimos esos cuatro días más para terminar de evacuar todo el hospital”.

En las Islas Malvinas se encontraba el Centro Interfuerzas Médico Malvinas, compuesto por las tres Fuerzas Armadas -el Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea-, y ubicado en Puerto Argentino. “El personal de salud de Malvinas operó en el hospital de Puerto Argentino. Operaron, también, a algunos ingleses, y llegaban a Comodoro o a las ciudades costeras ya con la cirugía hecha. También operamos tanto en el ARA Bahía Paraíso como en el ARA Almirante Irízar, que éramos los buques hospitales, así que era un paciente que venía compensado y operado”, reveló la mujer más condecorada del Ejército.

Silvia estuvo, junto a sus compañeras, a bordo del Irízar desde el 9 al 18 de junio. En todo ese tiempo, no pisó tierra de Malvinas, pero se mantuvo en la embarcación que estaba anclada frente a Puerto Argentino, cerca de la costa. Desde allí podía ver el terreno y cómo llegaban los heridos desde el campo de batalla. “El terreno de Malvinas es complicado, con calles de tierra y barro, con agua nieve; un lugar muy pedregoso”, observó Silvia y profundizó: “Entonces, al estallar una bomba en un terreno así, las mismas piedras se convertían en proyectiles. Entonces nuestros soldados tenían, aparte de las heridas de proyectil, heridas causadas por las piedras fragmentadas, y esos contaminaban la herida”.

Cada herido era llevado, en primera instancia, al puesto de socorro y, dependiendo de la gravedad de sus heridas, los propios compañeros o los camilleros los trasladaban a los buques hospitales. Para identificarlo como tal, el Irízar había sido pintado de blanco, con las cruces rojas visibles, tal como lo pedían las Naciones Unidas y la Cruz Roja -entidades a las que debían declarar los buques hospitales utilizados en la guerra-. “Era muy complicado para traernos los pacientes, porque el Irízar tiene tanto calado que no puede amarrar en el puerto. Entonces dependíamos de los helicópteros y del clima para hacer la evacuación de nuestros heridos”, examinó la profesional.

Sin embargo, la llegada de los heridos era solo el comienzo de una serie de complicaciones que afrontaban día a día. “Nuestra mayor complicación y nuestro mayor riesgo para poder operar y hacer las cirugías dentro del Irízar, era que llevábamos tubos de oxígeno. Entonces el peligro era que una bala o un golpe fuerte hiciera que esos tubos de oxígeno se golpearan y hubiéramos estallado con todos nuestros heridos adentro. Había falta de estrategia y desconocimiento del terreno”, pensó Barrera.

Dentro del ARA Almirante Irízar se podían encontrar los quirófanos, el sector de terapia, de laboratorio, de rayos y, “de la línea media hacia abajo -donde están las otras cuatro cubiertas-, ahí era la parte de internación”, mostró Silvia. El rompehielos contaba con unas 250 camas para los heridos, y “nosotros trajimos aproximadamente unos 350 heridos desde el primer día”, aseveró, probando que no era suficiente la capacidad ante tanta demanda.

Las instrumentadoras llegaron en el peor momento del combate, con mayor cantidad de pacientes y heridas más complejas. El hospital ubicado en el Puerto Argentino colapsó y los buques empezaron a recibir a los pacientes que venían directo desde el campo de batalla. “Tenías que romper la ropa, bañarlo, ver dónde tenía la herida, hacer lo que se llama el triage y de ahí ver si pasaba directamente al quirófano o se lo compensa hasta hacer la cirugía”, rememoró Barrera, haciendo hincapié en que los médicos hicieron la parte más dolorosa, la de elegir quién se opera primero dependiendo de su estado, y “sin tener en cuenta ni el grado ni la fuerza a la que pertenecía, si era civil, militar o de la gendarmería”.

Así llevaban a los heridos hasta el ARA Almirante Irízar. Foto: Gentileza Silvia Barrera
“Con el correr de los días, los helicópteros ya no pudieron llegar a evacuar a los heridos. Entonces nos empezaron a traer los heridos por medio de este barquito que se llamaba Yehuín, pintado de negro con la Cruz Roja visible y hacía, a veces, de ambulancia. Vos imaginate un paciente que está recién operado o herido, tener que cruzarlo de un barco al otro. Eso hacía que las heridas que ya estaban operadas o se le abriera o le sangraban, entonces había que estar siempre con el quirófano listo para atender esa emergencia, que era una re-operación”, recapituló.

La noche más complicada a bordo del Irízar

Era la primera vez que Silvia, al igual que sus colegas, tenían que ejercer su profesión a bordo de una embarcación. Los primeros días, según recuerda, se sentía mareada y, poco a poco, se fue acostumbrando al panorama. Lo peor llegó cuando la marea golpeó con tanta intensidad al ARA Almirante Irízar, que tuvieron que buscar un método para poder operar al paciente, sin que se les moviera todo de lugar. La camilla del paciente era lo único que estaba pegado al piso, no así la mesa de instrumentación con todo lo que requerían para llevar a cabo la cirugía.

La veterana de Malvinas repasó cómo fue la noche más difícil a bordo del Irízar, cuando se tuvieron que atar al paciente para poder operarlo: “La mesa no estaba fijada al piso, como todo lo que está en un buque, entonces la mesa se caía y para que no se nos cayera el instrumental, hacíamos la cirugía con el instrumental arriba del paciente. Una noche, que fue la más complicada, nos tuvimos que atar al paciente, el ayudante, el cirujano, el anestesista y yo para poder movernos todos al mismo tiempo y poder hacer la cirugía. Estábamos atados a la camilla, porque la camilla sí estaba fijada al piso”.

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