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Nacionales

Malvinas: la emotiva historia de un joven soldado y un increíble encuentro que esperó 37 años

Era junio de 1981. Ese día sortearían en la lotería nacional quiénes tendrían que ingresar al servicio militar al año entrante, de acuerdo a la finalización de los tres últimos números del documento. Claudio Spinelli, con sus compañeros de quinto año, cumplieron el ritual de la época: llevaron una radio para escuchar el sorteo en vivo y enterarse en el momento de su suerte.

“Número de orden: 865. Número de sorteo: 865”, anunció la voz del locutor. Claudio se quedó helado. Tenía que haber una equivocación, no podía ser que el número de orden y el número de sorteo tuvieran precisamente el mismo número. El de sus tres últimos dígitos del DNI.

Al día siguiente buscó en los diarios si habían enmendado el error, pero los números seguían ahí, imborrables. La suerte estaba echada y no hubo espina bífida que lo salve. Tendría que posponer sus planes de estudiar abogacía por un tiempo: en 1982, haría la colimba.

Por el número de sorteo, le había tocado entrar en la fuerza aérea. No solo tendría que empezar en enero, en vez de en marzo como en el resto de las fuerzas, sino que tendría que mudarse de su Mar del Plata natal hasta el Gran Buenos Aires.

Sin embargo, un íntimo amigo del rugby tenía como papá al Teniente Coronel del Grupo de Artillería de Defensa Aérea (GADA) 601 de Mar del Plata: Héctor Lubin Arias. Con el contacto, le fue fácil cambiarse de fuerza, salvar su verano y no tener que mudarse de ciudad. A pesar de la mala noticia que significaba para él ser conscripto, había logrado acomodar un poco su situación.

El 8 de marzo de 1982, Claudio se despertó a las 5 de la mañana para llegar puntual a su primer día en la colimba. Lo pasó a buscar el papá de un amigo, tres de sus compañeros de rugby habían quedado en la misma unidad: Germán Estrada, Juan Casanegra y Justo Aguilar Zapata.

Cuando llegaron, los hicieron formar en la Plaza de Armas. Era una multitud de gente, ese día ingresaban 3000 jovenes que tendrían que hacer el servicio militar obligatorio. De a uno, los fueron nombrando para raparles el pelo y entregarles su nuevo uniforme.

Durante las primeras semanas en el ejército los tuvieron de acá para allá. Hicieron un campamento, en donde dormían en vivacs, y les enseñaron a disparar, a tirarse cuerpo tierra y a correr en zick zack para salvar sus vidas en caso de ser atacados.

Recién el fin de semana largo de Semana Santa iban a tener su primera licencia para volver a sus casas y pasar unos días con sus familias. Ese miércoles, el Teniente Primero, Tío Rey del Castillo, los hizo formar en fila al lado de la batería en donde dormían para explicarles cómo funcionaba la cosa.

-Soldados, ahora van a poder ir a sus casas hasta el lunes y el que no se presente a las 6 de la mañana será considerado desertor. Van a pasar a buscar su ropa de civil, van a dejar todo ordenado y el lunes vuelven.

Claudio sonrió por dentro. Aunque se había librado algunos días de la colimba para rendir los exámenes de ingreso de la universidad, estaba contento de poder volver a su casa por un fin de semana largo. Pero el Teniente Primero siguió hablando.

-A excepción de cuatro soldados: Soldado clase 63 Estrada Germán, soldado clase 63 Casanegra Juan, soldado clase 63 Aguilar Zapata Justo y soldado clase 63 Spinelli Claudio María. Si tienen algún amigo dentro de los que se van a ir a sus domicilios, tienen cinco minutos para escribirle una carta a sus padres y decirles que no van a salir. Señores, ustedes están en el rol de defensa de Malvinas.

“Fue un momento de felicidad y alegría tan grande como el nacimiento de mis hijos y alguna que otra conquista femenina. ¿120 inútiles y a nosotros cuatro nos habían distinguido para ir a Malvinas? ¿Y nos dan el uniforme verde?”, recuerda Spinelli.

Sus compañeros los abrazaron y festejaron con ellos. Incluso se desparramaron algunas que otras lágrimas de verdadera felicidad. El Teniente Coronel Arias había seleccionado a los cuatro amigos de su hijo para llevarlos con él a Malvinas. Para él significaba un honor. Y para esos cuatro jóvenes también lo era.

“Te soy franco, yo creía que era Rambo. Tenía 18 años, era un toro. Era excelente alumno, jugador de rugby y ahora Malvinas: la vida me sonríe”, agrega Spinelli.

Mientras sus compañeros volvían a sus hogares ese mismo miércoles, ellos debieron quedarse hasta el sábado. En esos días tuvieron instrucciones de tiro y les hicieron cambiar el uniforme: ya no tendrían el marrón que usaban todos, sino uno verde militar.

Al mediodía del sábado, el papá y el hermano mellizo de Claudio lo pasaron a buscar. Apenas cerró la puerta del auto, su familia estalló en llanto. Su padre levantó la mano y dejó entrever tres papeles. “En tres horas nos vamos a Brasil, ya tengo los pasajes”, le avisó con voz muy seria. Pero ese plan nunca se concretó. Claudo sentía que no podía ser un desertor.

Todo ese fin de semana se la pasaron discutiendo. Claudio les explicaba a sus padres que era su deber ir a Malvinas y lo haría con honor. Ellos le contestaban que en el Ejército le habían lavado la cabeza en tan solo unas pocas semanas.

Finalmente, resignado, después del almuerzo familiar del domingo, fue su padre quien lo llevó de nuevo a la base del Ejército. El lunes partiría para Malvinas. Se despidieron, con abrazos y besos. Cuando lograron despegarse, luego de un saludo eterno, Claudio decidió dar una última mirada atrás y se encontró con la imagen de su papá y su hermano mellizo abrazados, ahogados en llanto.

Al día siguiente, él y el resto de los combatientes que irían a luchar a aquellas islas remotas fueron trasladados en unos camiones hasta el destacamento militar. Allí los esperaban los Hércules que los llevarían a la guerra. En la entrada del aeródromo reconoció de inmediato el auto de su padre. Estaba buscando, entre tanto uniforme verde, encontrarse por última vez con la mirada de su hijo. Pero no la encontró.

“Estaba ahí, sangrando por la herida. Él sí sabía lo que se venía. Esas son postales que no se me borran de la cabeza, convivo con ellas”, acota Spinelli.

Irina Lanz tenía diez años cuando se desató la guerra de Malvinas. Iba a quinto grado del colegio General José de San Martín, en la localidad de Trenque Lauquen. En los primarios y secundarios de todo el país se había comenzado a alentar la iniciativa “Cartas a un soldado desconocido”, para tratar de reconfortarle un poco el alma a los jóvenes que se encontraban en el frente de batalla, sobre todo a aquellos que no recibían correspondencia alguna.

Su madre, maestra de sexto grado, junto a otras docentes, decidieron que sería una buena idea implementarlo en la escuela. Los chicos podrían tomar un poco de consciencia sobre lo que estaba pasando, a la vez de que le transmitían un poco de cariño a los combatientes. Un poco de cálido amor entre tanto frío y crueldad.

No era obligatorio, sin embargo, Irina no dudó en ponerse a redactar. No pasaron muchas semanas hasta que la maestra llegó a clase con la novedad de que le habían contestado su carta. Ella se emocionó, sentía como si su mayor ídolo le hubiese escrito. La leyeron en el aula, en el colegio, en los actos de Malvinas venideros. Nunca permitió que la carta se quede en el olvido: se había convertido en su mayor tesoro.

\"Abril 26 de 1982. Puerto Argentino, Islas Malvinas.

Querida Amiga Desconocida: Hoy a la mañana, durante la guardia, tuve la grata sorpresa de recibir tu carta. Como argentino me siento orgulloso de defender algo que durante mucho tiempo nos perteneció y que injustamente nos han usurpado.

Mi nombre es Claudio Spinelli, tengo 18 años y vivo en Mar del Plata, pertenezco al grupo de artillería de defensa aérea 601. Aunque tú no lo creas, esta carta me ha hecho poner muy contento al saber que niños como tú han tomado conciencia de la situación por la que atraviesa nuestro país, y brindarnos tu apoyo.

Me pone muy contento, también, saber que rezas todos los días pues el apoyo de Dios es fundamental y más en estos momentos en que las cosas se agravan a pasos agigantados.

Es en estos momentos cuando valoro a mi familia y si algún consejo te puedo dar es que valores a tu familia y obedezcas a tus padres, que ellos desearán lo mejor para vos.

Pese al gran frío y a veces al hambre que pasamos, estamos orgullosos y con la moral muy alta, dispuestos a defender la patria hasta las últimas consecuencias. Bueno, espero que tengas fe en Dios que todo va a salir bien. Espero recibir una nueva carta. Tu amigo soldado clase 63, Spinelli Claudio, batería comando brigada 601\".

Irina, ilusionada, le escribió una segunda carta. Nunca recibió respuesta.

 

En las Islas, los días pasaban y nada. De los ingleses, ni noticias. Las tardes se les iban cavando trincheras, probando armas y camuflando sus escondites, esperando a un enemigo que todavía no se dignaba a aparecer. El frío cada vez era más punzante, los dedos de los pies les dolían, las panzas les rugían del hambre y se sentían agotados por el mal sueño. Estaban sin fuerzas y la guerra ni siquiera había comenzado.

No fue hasta el primero de mayo, a las 20:58, que el Teniente Coronel Arias dio la alerta.

-¡Soldados, no tengan miedo! Ahora van a escuchar fuego de propia tropa…

Ni bien terminó la frase, el cielo, ya oscurecido hacía tiempo, comenzó a arder. Un colimba de su unidad comenzó a dispararle a dos aviones británicos que sobrevolaban la noche con un cañón Ellington 102 milímetros.

Para Claudio, lo que veía era como ver explotar mil fuegos artificiales al mismo tiempo. Finalmente estaba sucediendo, había llegado el momento del bautismo de fuego del Grupo de Artillería de Defensa Aérea 601.

-Soldados, no sientan vergüenza de tener miedo. Está bueno sentir miedo, pero enfréntenlo. No se sientan avergonzados de sentirlo, pero sientanse avergonzados si no son capaces de enfrentarlo.

A partir de ese día, las cosas cambiaron. En el día los bombardeaban los Sea Harrier y los Vulcan, mientras que a la noche lo hacía Jeremías (era el nombre en clave que utilizaban los operadores de radio, como Claudio, para alertar sobre la llegada de los barcos enemigos).

Él estaba sorprendido. El bombardeo de esos titanes del agua era como en los dibujitos animados: un silbido agudo, casi un chiflido, hasta que la explosión hacía temblar el suelo como si se tratase de un terremoto.

Día tras día la moral se les iba debilitando. Se vivían situaciones “jodidas”, que hacían flanquear a cualquiera. Los días más lindos eran aquellos en donde veían los Hércules volar en el cielo, porque sabían que llegaban cargados de cartas de sus familiares y amigos. Sin embargo, el Sargento Primero Palacios, receloso de no recibir ninguna, tiraba las cartas del resto de los soldados y ellos tenían que intentar, como podían, rescatar algunas.

El ambiente era hostil, incómodo, cruel. Y más desolador se volvió todo cuando los aviones dejaron de llegar porque los ingleses habían destruido la pista de aterrizaje. Les cortaron el único nexo que tenían con el continente. Realmente estaban atrapados en la isla.

El 12 de junio, Claudio le escribió una carta a sus papás. Les avisó de que estaban ganando la guerra, pero que debían hacer un repliegue táctico para rodear al enemigo. Nada más alejado de la realidad. Se acercaba la hora de la batalla final.

Ese día, por la tarde, los gurkhas, unos mercenarios nepaleses que los británicos habían contratado para que estén en el frente de batalla, desembarcaron en el estrecho de San Carlos y comenzaron a avanzar por Ganso Verde.

Estadísticamente, los habían preparado para que, cada militar argentino que veía el desembarco, tenía que matar a siete enemigos. Estaban en situación estratégica. Sin embargo, de nada sirvió.

Los gurkhas lograron hacer cabecera de playa y aniquilaron a la primera línea argentina que los estaban esperando. Los altos mandos no tenían muy en claro si tenían que presentar batalla o no, todo se prestaba a confusión. Los nepaleses llegaron hasta Puerto Argentino y ya nada los paraba, estaban completamente desbandados.

Ahí fue cuando se produjo una estampida. Todos los soldados trataban huir de una muerte segura. Sentían cómo los tiros les pasaban rozando por encima de sus cabezas y cómo las granadas les explotaban a pocos metros. Lo único que Claudio veía a su alrededor era anarquía. Humo, fuego, sangre, trompadas, muchos muertos y heridos. No sabía dónde estaban sus compañeros, mucho menos sus amigos.

En el medio del caos, se dio cuenta de que la línea entre vivir y morir era muy delgada. Y que la única persona que lo podía sacar de esa situación era él mismo. “Ahí descubrí que el ser humano no tiene límites. Era morir o vivir y el único que podía elegirlo era yo. Ahí me di cuenta que corrés más rápido, saltás más alto y sos ilimitado cuando vas por algo, en este caso, mi vida”, explica Spinelli.

Mientras corría y los pensamientos se le sucedían en la cabeza, se prometió a sí mismo dos cosas: volver a ver a su familia y volver a jugar al rugby. El amor y la pasión.

Luego de cuatro horas fatales, todo comenzó a volver lentamente a la calma. Se aparecieron unos comandos ingleses, “muy educados, muy duros, pero no enfermitos como los nepaleses”. Les avisaron que habían declarado el cese del fuego. Habían perdido la guerra.

Los enemigos los hicieron formar y, mientras iban marchando, fueron despojados de sus pertenencias. Primero el armamento, luego su correaje, también los cinturones y los cordones de los borceguíes. Cuando llegaron al aeropuerto del archipiélago tuvieron que armar un campamento y dormir en unos vivacs, hasta que a las 3 de la mañana nuevamente se empezaron a escuchar tiros y otra vez se armó una estampida, por lo que los británicos decidieron movilizarlos hacia Puerto Argentino.

Durante tres días estuvieron prisioneros en la isla. No había ni un solo mando alto entre ellos, se los habían llevado a todos a la isla Ascensión. Eran todos jóvenes que se preguntaban con la mirada si los iban a matar o si iban a salir vivos de esa. Sea como sea, sabían que pronto todo iba a terminar.

Estuvieron encerrados en unos galpones que tenían almacenada comida fría, por lo que, luego de más de dos meses sin comer, no terminaban de tragar una lata de alimento que ya estaban abriendo otra. Como agua no tenían, pero la deshidratación era inminente, tenían que beber de los cordones en donde orinaban.

Al tercer día los trasladaron en unos lanchones semirigidos y los llevaron a altamar. Eran las tres de la mañana y Claudio no podía parar de observar la flota inglesa, era realmente imponente. El miedo le helaba la piel más que el frío de los vientos del Ártico.

En eso, aparecieron dos buques que estaban afectados a la Cruz Roja: el Canberra y el Northland. Hicieron el trasbordo y los llevaron hasta Puerto Madryn. A medida que fueron bajando, el Capitán del barco se encargó personalmente de entregarles nuevamente sus cordones y cinturones. Y un atado de cigarrillos Minister.

La pesadilla había terminado.

 

***

Todo el colegio General José de San Martín de Trenque Lauquen se revolucionó ante la noticia. El Soldado Desconocido de un alumno de la mamá de Irina Lanz se apareció en la escuela para conocer a su amiguito epistolar.

Realizaron un acto especial para su recibimiento y él brindó una charla especial sobre Malvinas, pese a que la guerra había terminado hacía poco. Todos los chicos del primario lo escucharon atentos y con los ojos grandes como dos platos.

A Irina ese acontecimiento le quedó grabado a fuego. Ella también tenía que conocer a su héroe. Tenía que encontrarlo.

Claudio Spinelli volvió 17 kilos más flaco y sin pelos en los brazos a causa del frío extremo. Se sentía sucio, en 72 días lo más cerca que había estado de bañarse fue pasarse un poco de agua de mar por el cuerpo, desparramandose así más la mugre.

Cuando los combatientes llegaron a Puerto Madryn los trasladaron en colectivo hasta Comodoro Rivadavia, de allí volaron hacia el Palomar y estuvieron cuatro días encerrados en la Escuela de Suboficiales Sargento Cabral, en Campo de Mayo. Les hicieron trabajo de inteligencia, de silenciamiento de lo que habían visto y hecho. Les dieron de comer de a montones, en un intento porque no llegasen tan demacrados a sus hogares. “Teníamos necesidad de amor, no de estar ahí”, recuerda Spinelli.

En uno de esos días, un Oficial le avisó de que lo estaban esperando del otro lado del alambrado, que alguien quería hablar con él. Cuando salió al patio, divisó a un matrimonio de edad similar a la que tenían sus padres, pero no los conocía.

-Hola, sí, lo buscamos a Claudio Spinelli, le dijo el hombre a través del cerco.

-Sí, sí, soy yo.

-No, no puede ser, contestó dubitativo.

-Mire señor, no sé a quién está buscando pero yo soy Claudio Spinelli, le contestó el joven de 18 años. El hombre lo miró fijo.

-Somos íntimos amigos de tus papás. Ellos creen que vos estás quemado y sin un brazo.

A tanta distancia, las noticias que llegaban de Malvinas se iban distorsionando. En Mar del Plata había surgido el rumor de que Claudio, en el último bombardeo, se había quemado el cuerpo entero y que una esquirla le había arrancado uno de sus brazos.

Por eso, cuando cuatro días después Claudio llegó en tren a su ciudad natal, para sus padres fue un alivio entre tanta amargura ver que estaba sano y salvo. La estación de trenes estaba estallada de gente. Todos querían recibir a los héroes de Malvinas. Amigos, familia, novias.

Los abrazos se repartían entre todos, las lágrimas caían por las mejillas, los carteles se levantaban bien en alto para que todos los lean. Gritos de alegría, sonrisas, chistes. Sin embargo, a Claudio le cambió la cara cuando no encontró a su abuelo materno entre la multitud. Miró a su madre y cuando preguntó, el mundo se le vino abajo. Lo habían enterrado el día anterior.

“Mi abuelo era una cosa rara, la relación que teníamos era de adoración. Se oscureció todo lo lindo que significaba terminar con la guerra y llegar a estar con mi familia y volver a donde yo juré que iba a volver”, relata el ex combatiente.

Para colmo, al día siguiente lo despertó su papá para avisarle que había alguien esperando por él en la puerta de la casa. Medio somnoliento todavía, cuando Claudio llegó a su encuentro vio a un señor, ya viejo, que se presentó como el padre de Ricardo Mario Gurrieri.

Por segunda vez en horas el mundo se le tambaleó. Era el papá de un amigo que había muerto en un bombardeo de Malvinas. Claudio se había encargado personalmente de enterrarlo y dejarle un rosario en su tumba para que pueda descansar en paz.

José Guerrieri le contó que él era italiano y que había sido prisionero de los ingleses en la Segunda Guerra Mundial, en Tobruk, el norte de África. Luego de haber conseguido su libertad, se casó, tuvo dos hijos y se mudó a la Argentina para dejar ese pasado atrás. Y ya instalados en el país, ocurrió lo inesperado: la llegada a sus vidas de Ricardo Mario.

“Cómo me iba a imaginar que los mismos que me tuvieron de prisionero en Tobruk, 40 años después, en un lugar alejado del mundo como es Malvinas, iban a matar a mi hijo”, le dijo José.

Las emociones con las que se encontraba Claudio eran muy fuertes, pero él dice que todos esos acontecimientos fueron los que le forjaron el carácter. En 1983 estudió abogacía y se recibió en tres años y dos meses. Se casó, tuvo cinco hijos, volvió a jugar al rugby y, además de ejercer su profesión, decidió ser entrenador del Club Sporting de su ciudad.

También siguió en contacto con Arias, el papá de su amigo que decidió llevarlo a la guerra. Con mutuo amor y respeto, su Teniente Coronel inició el ritual de llamarlo todos los primero de mayo a las nueve de la noche. El día y la hora de su bautismo de fuego.

Todos los años Spinelli esperaba esa llamado, con el corazón en el puño y las emociones revueltas. Dejaba que su teléfono suene, a conciencia, hasta que juntaba el valor suficiente para atender sin que se le atoren las palabras. Arias falleció hace dos años y el teléfono dejó de sonar.

“Pude cumplir mi objetivo y los sigo cumpliendo. Pero aunque volví, todo esto es un espectro. Mi alma quedó en Malvinas”, sentencia.

 

***

Cada 2 de abril, Irina Lanz se acordaba de la carta del Soldado Desconocido y la sacaba de su escondite para volver a leerla. Ya un poco más grande, y más consciente también, comenzó a prestarle una especial atención a la lista de caídos en Malvinas para cerciorarse de que Spinelli no sea uno de ellos.

Para su alegría, sabía que no había corrido esa suerte. Sin embargo, había escuchado muchas historias de ex combatientes que se quitaron la vida a su regreso y tenía miedo de que le haya ocurrido algo similar a su amigo epistolar.

“Sentía esa necesidad de buscarlo porque la verdad es que la carta la leo yo, que tengo hijas de la edad de él, y está escrita de una forma, con unos sentimientos y unos valores, que la verdad que me costaba creer que fuera de un chico de 18, 19 años. Era impresionante lo que transmitía esa carta”, recuerda Lanz.

Luego de que se casó, logró conseguir una guía telefónica de Mar del Plata y no dudó en llamar a todos los Spinelli que aparecían registrados en la ciudad. Pero lo único que recibió fueron negativas. Incluso, en una casa no fue muy bien atendida y ella comprendió que tal vez era un tema que revolvía viejas heridas y que era mejor olvidar.

El 2 de abril de 2019 decidió publicar la carta en su Facebook para compartirsela a sus conocidos. “Siempre que la leo me emociono tanto como la primera vez que la leyó mi maestra de quinto grado. Lo busqué por todos lados, sé que es de Mar del Plata, pero nunca más supe qué fue de mi amigo desconocido… pero está en mi corazón por siempre. Gracias héroe”, escribió.

No pasó mucho tiempo de publicado el posteo que su vecina se puso en contacto con ella. Le comentó que había leído sobre un jugador de rugby de La Feliz que era ex combatiente de Malvinas y que hacía poco había tirado tierra de las Islas en la cancha.

Irina, más motivada que nunca, le escribió un mail a Sporting Club explicando que necesitaba comunicarse con Claudio Spinelli. Un 28 de abril, 37 años y dos días después de que Spinelli le escribiera a Irina esa carta desde Malvinas, Claudio le respondió al Whatsapp.

-¡Hola! La verdad que no sé si sos la persona que busco. ¿Sos ex combatiente de Malvinas?, le preguntó ella.

-Así dice mi DNI. Soy veterano de Malvinas efectivamente.

El corazón le dio un vuelco. Enseguida le explicó que era su amiga desconocida, que se habían carteado cuando ella tenía 10 años y él estaba en la guerra. Que probablemente él no se acordaría de aquella misiva, pero que lo había estado buscando durante 37 años.

Cuando Claudio recibió una fotografía de la carta, borroneada por el tiempo y salpicada de barro, no pudo evitar emocionarse. Claro que era su letra. La letra de sus 18 años.

Ya no eran amigos desconocidos, ahora tenían nombres, apellidos y un rostro. Él conoció a la persona que le levantó la moral en sus días más tristes. La búsqueda de ella había terminado.

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