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Un veterano de Malvinas le devolvió un casco a la familia de un militar inglés

Diego Arreseigor tenía 23 años cuando desembarcó en Malvinas, el 12 de abril de 1982. En aquel entonces era teniente de la Compañía de Ingenieros Mecanizada 10 y tenía 40 soldados y 5 suboficiales a su cargo. Su misión había sido poner minas.

Al finalizar la guerra, el 14 de junio de 1982, los ingleses lo tomaron prisionero y lo obligaron a quedarse, junto a otros, para desarmar los campos minados que habían puesto. En esos recorridos por los campos que debía desminar, encontró el casco del paracaidista inglés Alexander Shaw. Lo guardó durante 37 años como trofeo de guerra, hasta que supo que su dueño había muerto la noche del 13 de junio, en Monte Longdon.

\"Para mí fue un golpe fuerte ver la foto de su tumba, con su nombre y también otra foto, en la que está sonriente, saludando desde el barco en el que zarpaba a Malvinas. Yo hubiera querido encontrarlo, escribirle y decirle: \'Che, tengo tu casco\' y después poder encontrarnos para dárselo\", dice Arreseigor.

En abril de este año, LA NACION contó su historia y dejó el final abierto el encuentro con Susan Shaw, la hermana del ingeniero mecánico Alexander Shaw del Regimiento de Paracaidistas 3, muerto unas horas antes del fin de la guerra, el 13 de junio de 1982, en Monte Longdon.

Recién se habían conocido por las redes y ella se conmovió mucho al conocer todo lo que había hecho este veterano de guerra argentino para devolverle el casco de su hermano como una misión personal de respeto y honor. \"Susan se cansó de agradecerme que no lo haya vendido, algo que es muy usual allá, con todo lo que tiene que ver con la guerra \", recuerda.

El encuentro entre ambos se fue aplazando por motivos burocráticos y también personales de ambos. Finalmente, hace pocos días, en Madrid. \"Intercambiamos varios mails con Susan desde abril de este año. Pensé en viajar a Londres y llevárselo. Cuando eso se cayó, la invité a la Argentina y hasta pensé en ir a Malvinas con ella. Pero todo se fue desvaneciendo y encontré el momento justo cuando organicé un viaje a Europa con mi mujer\", dice Arreseigor.

Susan aceptó la propuesta. La cita fue un miércoles de octubre, en un hotel céntrico de Madrid, a las 10 de la mañana. El veterano argentino y su mujer, Viviana, la esperaron en la puerta del hotel, parados en la vereda. En su cabeza, Diego se preparó para este momento muchas veces. Había elegido la ropa con cuidado, las manos le transpiraban y sentía una emoción que desconocía.  Viviana lo sostuvo todo el tiempo y, en su casa, habían comenzado a nombrar a Susan como un miembro más de la familia.

La vio bajar del taxi, Diego la observaba acercarse y tenía que convencerse interiormente de que todo esto era real. La mujer de 53 años, con su pelo rojizo de corte recto y al cuello, su vestido de seda oscuro a la rodilla y su mirada clara y melancólica venía también a traerle algo a él: reconciliación y paz.

\"Ella no me vio hasta que estuvo más cerca. Me señaló con el dedo y me hizo un gesto como preguntando si yo era quien la estaba esperando. Yo me sonreí y asentí. No hablábamos. Se acercó y me abrazó muy cálidamente. Fue un abrazo de gente que se conoce hace mucho tiempo, como de viejos amigos\", recuerda Arreseigor.

Al rato de saludarse y luego de sentarse a charlar en los sillones, Diego Arreseigor abrió el bolso que tenía a un costado, sacó el casco y se lo entregó a Susan, mirándola a los ojos. \"Esto es tuyo y yo ya no lo debo tener más”, le dijo. Ella se levantó con el casco en la mano para abrazarlo fuerte y largamente mientras ambos lloraban de emoción. Su marido también se acercó y ella aprovechó ese rato para apartarse con el casco. Se sentó y se quedó mirándolo fijamente, como buscando las últimas huellas de ese hermano que perdió cuando tenía 15 años y que permaneció en la memoria familiar con su sonrisa jovial de la despedida.

El encuentro duró tres horas y volvieron a verse a los dos días para despedirse. Se prometieron visitas, mantener el contacto y fotos. Nadie se enteró de este encuentro. No hubo medios ni instituciones. Fue un encuentro íntimo, de dos familias que quedaron unidas para siempre.

\"Si tengo que describir lo que sentí, fue un alivio tan grande. -dice Diego-. Era algo que tuve muchísimo tiempo conmigo. Me acompañó en los distintos lugares a dónde me destinaban y tenía mucha importancia para mí. Siempre pensaba cuál iba a ser el destino de esto, para quién quedaría, qué haría yo antes de morirme y lo que quería era simplemente esto que sucedió. Hoy está en en el lugar que tiene que estar, en las manos de quienes siempre lo tuvieron que tener\".

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