
Su proyecto artístico está claro: construir una carrera que una la música académica con los sonidos populares argentinos. “Quiero ser solista con grandes orquestas y, a la vez, llevar el folclore a distintos países”, se ilusiona.
El impulso tomó velocidad tras su mudanza, hace un año y medio, a Chascomús. Allí ingresó a la Orquesta Escuela, donde encontró ensayos diarios, formación integral y trabajo en distintas agrupaciones. “Somos muchos chicos y el nivel de exigencia es alto; eso me hizo crecer muchísimo en poco tiempo”, cuenta.
La proyección nacional tuvo un hito reciente en Buenos Aires, durante la Feria de las Regiones, donde representó a Tierra del Fuego con un repertorio de raíz folclórica entre otras, La flor azul y El poncho fueguino. “Volver al folclore me encantó; fue mostrar parte de quiénes somos en un espacio federal”, relata.
El camino comenzó en Ushuaia: conciertos escolares, festivales barriales, la Noche Más Larga, clases de canto coral y danza clásica fueron tallando el escenario como un territorio propio. “Todo eso me dio confianza y ganas de seguir”, resume.
En la base de su historia hay un gesto sencillo y decisivo: a los tres años, guiada por su padre, tomó por primera vez un violín. Lo que empezó como un juego se volvió rutina, disciplina y disfrute. “Con el tiempo entendí que era lo que más me hacía feliz”, recuerda.
Priscila subraya que nada de esto sería posible sin una red de afectos e instituciones: su familia, la Casa de Tierra del Fuego, el Gobierno porteño, la Fundación SOIJAr y el maestro Rafael Gintoli, con quien perfecciona técnica y estilo. “Me acompañan y me abren puertas todo el tiempo”, agradece.
Aunque ahora suenen nuevas salas, el anclaje emocional permanece. “Nacer en Ushuaia es parte de mi identidad. Ese lugar, por más lejano que parezca, me dio las bases. Me gusta llevarlo conmigo cada vez que toco”, concluye.
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